En una entrada anterior hablábamos de lo difícil que resulta escapar de los restos de la civilización cuando te adentras en el monte. Por el contrario, no es tan complicado escapar de ella si llevas un móvil encima, pero de eso hablaremos otro día.
Retomando el tema de los restos humanos que te puedes encontrar en medio del monte, hay dos elementos especialmente dolorosos a mi parecer: caminos cementados y montes vallados. Respecto de los primeros hay que reconocer que todos los amantes de la bicicleta de montaña hemos agradecido, en alguna ocasión, que esa pista con fuerte pendiente y suelo descarnado por la lluvia estuviera cementada. Es cierto que eso nos ha permitido salvar la pendiente sin bajarnos de la bicicleta. Sin embargo, si tengo que elegir, preferiría que no se abusara de esta práctica que acerca el monte a la civilización y lo pone en peligro. Tengo la sensación que cada vez se hace mayor uso de ella. En ocasiones está justificado: facilitar el acceso a los puestos de observación desde donde se vigilan nuestros bosques. Pero en muchas otras ocasiones sólo se busca facilitar el tránsito por la montaña, como si del acceso a un centro comercial se tratara. El monte no es la ciudad, el que busque su comodidad, que se quede en ella.
Los montes vallados. Para el común de los mortales resulta difícil imaginar que un monte pueda pertenecer a un particular. Admitamos que toda la vida fue así y, por tanto, ¿cómo no lo van a tener ahora? Pero que tengan dueño no quiere decir que se le ponga una valla y se impida su paso como si de un chalet se tratara. ¡Cuántas veces hemos tenido que rediseñar nuestra etapa sobre la marcha al toparnos con una valla en medio del monte! ¿Y qué ocurre con la fauna allí encarcelada? ¿Le concederán la libertad condicional en algún momento? No sé qué es lo que motiva a vallar el monte, pero cualquiera que sea la excusa deprecia el valor de viajar sin rumbo.
No es fácil dejar atrás la civilización.